La integración del mutualismo en la Seguridad Social: dos momentos decisivos
Desde dentro
En este año 2018, en el que conmemoramos el cuadragésimo aniversario de la Constitución Española y de la creación de la Tesorería General como servicio común y de las entidades gestoras de la Seguridad Social, merece la pena en mi opinión volver la mirada sobre un aspecto poco conocido de este proceso de integración que afectó al mutualismo laboral.
Para empezar, el sistema de protección había tenido desde el año 1939 un recorrido bastante caótico. El Seguro Obligatorio de Vejez había visto cómo sus cuotas eran incautadas por los vencedores de la Guerra Civil; y el embrión de un sistema de capitalización se había reconvertido en un seguro de los que ahora denominaríamos “zócalo” de prestaciones exiguas, una pensión de tres pesetas al día con una cotización mínima, que provocó que las sedes del Instituto Nacional de Previsión pasaran a denominarse “las casas de la perra gorda” por los trabajadores que acudían a depositarlas.
En paralelo, la organización del partido único había creado a comienzos de los años cuarenta una serie de mutualidades laborales, teóricamente instituciones públicas pero en la práctica con una notable autonomía en la gestión, que buscaban que los sectores de actividad económica más dinámicos pudieran establecer sistemas de pensiones propios basados en la cotización de los trabajadores y, en menor medida de los empresarios. Las direcciones de estas mutualidades se reservaban, en el caso de las corporaciones profesionales con prestigio profesional, a integrantes de las mismas con cierta relevancia afectos al régimen pero, en realidad, la gestión estaba controlada por miembros de la Falange. La gestión de las mismas fue, por lo general, ineficiente debido a dos factores esenciales.
- La tendencia de las sucesivas directivas –por lo general formadas por personas de avanzada edad– a atribuirse remuneraciones generosas e indemnizaciones excesivas en el momento de la jubilación.
- La obligación, explícita o implícita, de invertir los depósitos de cotización de los trabajadores en deuda pública que debía facilitar, por la anorexia fiscal del régimen, la financiación de las grandes obras públicas acometidas por el Ministerio de Obras Públicas (pantanos, ferrocarriles), que aspiraba a ejecutar el ambicioso catálogo que dejó realizado Indalecio Prieto en la época republicana.
Con la aprobación del Plan de Estabilización, en 1959, se pone de manifiesto la necesidad de buscar la sostenibilidad económica de un estado devastado por la autarquía, por la falta de competencia y por un sector público caracterizado por la ausencia absoluta de fiscalidad. En la incipiente seguridad social, las cosas no iban mejor y muchas de las mutualidades atravesaban en la práctica una situación de quiebra. Inicialmente, a comienzos de 1963, el ministro Romero Gorría, un responsable bienintencionado que deseaba regularizar aquel caos quebradizo en el que se había convertido el sistema de protección social, intenta ordenar las cosas estableciendo una Seguridad Social para los trabajadores asalariados. Este ordenamiento era inicialmente compatible con el mutualismo y basado en una cotización obligatoria que se gestionaría con un régimen de reparto (Ley 193/1963, de 28 de diciembre, sobre Bases de la Seguridad Social). Pero, en la práctica, la grave crisis de algunas mutualidades le obliga a volcar en el sistema de reparto la mayor parte de las mismas, generando para aquellas con trabajadores más combativos o con mejor situación económica en algunos casos regímenes especiales (minería del carbón) o, en otro, condiciones especiales de encuadramiento (maquinistas de RENFE, toreros y artistas). Y es éste el primer momento, de 1964 a 1968, en el que el sistema de Seguridad Social absorbe numerosas entidades del mutualismo laboral.
Pensado para absorber el conjunto del mutualismo y habiendo recibido sólo la parte peor del mismo –porque las cajas de empresa de las empresas públicas y las mutualidades con una situación económica menos calamitosa se resistían a la absorción–, el sistema era incapaz de resolver los problemas que proyectaba despejar la Ley de Bases y sus normas de desarrollo. El intento de normalizar la protección de la Ley 24/1972 de 21 de junio. de financiación y perfeccionamiento de la acción protectora del Régimen General de la Seguridad Social, al coincidir con la crisis económica y carecer de fondos suficientes, frustró todavía más las expectativas ciudadanas aumentando la crisis del sistema. Como reflexión al margen del relato, es curioso que ahora la “crisis” de la protección social agobie al imaginario social, cuando la Seguridad Social vivió durante decenios una profundísima crisis del sistema sin que los tratadistas reflejen la similitud de ambas circunstancias.
Y en esta situación, la movilización de los trabajadores y estudiantes presiona hasta acabar con un régimen que agoniza con el dictador; y España realiza una transición ejemplar de la dictadura a la democracia, marcada por el deseo unánime de no volver a caer en los errores históricos que desembocaron en la guerra civil. El fundamento esencial de esta transición era la aprobación de la Constitución Española por referéndum tras el consenso alcanzado por las principales fuerzas políticas. Y, aunque fuera un efecto colateral perverso, la aprobación de la Constitución complicaba la reestructuración del sistema.
La reorganización institucional estaba clara: había que crear una tesorería común (la Tesorería General de la Seguridad Social); una entidad que se ocupara de las pensiones y prestaciones públicas (el Instituto Nacional de la Seguridad Social); otra que se ocupara del desempleo (el Instituto Nacional de Empleo, actual SEPE); una de las prestaciones sanitarias (el Instituto Nacional de la Salud, actual INGESA); y otro de los Servicios Sociales que no se articularan únicamente en prestaciones económicas (el Instituto Nacional de Servicios Sociales, actual IMSERSO). Había pleno consenso en torno a la estructura y esto facilitaba los reajustes.
Esta reorganización funcional se tropezaba no obstante, en el caso de las pensiones y prestaciones públicas, con los restos del mutualismo laboral. Las entidades que había sobrevivido a la integración en los años 60 no estaban, desde el punto de vista actuarial, en mejor situación que las que en su día se extinguieron: el desfase entre sus recursos y obligaciones era igualmente evidente pero, a corto plazo y en términos de tesorería, las entidades no estaban en una situación de quiebra. Ni siquiera en lo que pudiéramos denominar suspensión de pagos. Y las prebendas y retribuciones de sus directivos seguían existiendo.
Esto obliga a una segunda decisión igualmente inteligente que la de 1963 y es la de aprobar para los restos del mutualismo laboral un Real Decreto, 1879/1978 de 23 de junio, por el que se dictan normas de aplicación a las Entidades de Previsión Social, que actúan como sustitutorias de las correspondientes entidades gestoras del Régimen General o de los regímenes especial de la Seguridad Social. Esta norma, dictada por el Ministro Sánchez de León, entró en vigor el 1º de septiembre, es decir, tres meses antes de la aprobación de la Constitución. Y exigía para el mutualismo laboral existente que sus prestaciones en materia de pensiones públicas, desempleo, enfermedad, etc, fueran las mismas que las del Régimen General de la Seguridad Social. La disposición abocó al mutualismo sobreviviente a la desaparición, porque además, en aquel momento, todo el mundo sabía que las prestaciones del sistema de Seguridad Social iban a experimentar un rápido crecimiento durante los años siguientes y las mutualidades no podían soportar una equiparación permanente a unas prestaciones en crecimiento.
Parte del mutualismo laboral sobrevivió como instituciones de previsión social y acabaron durante las décadas siguientes absorbidas o rescatadas por las entidades públicas. Así ocurrió con la MUNPAL de los empleados de las Corporaciones Locales o la Institución Telefónica de Previsión. Otras consiguieron mantener una estructura complementaria a la de la Seguridad Social, transformándose en mutualidades y, en la propia casa, sus trabajadores todavía disponen de un sistema complementario de pensiones gestionado por una de estas instituciones. Pero en todo caso, la integración fue un golpe de timón efectivo, que permitió la generalización de la Seguridad Social. En este momento, en el que los sistemas de funcionarios del Estado ya han comenzado a integrarse en la Seguridad Social, y en el que abordamos la generalización absoluta de todas las prestaciones sin distinción entre categorías del mercado de trabajo, debemos no obstante rendir un tributo a quienes dictaron normas en el pasado que han permitido que tengamos presente y futuro. Solo lamento no poder aportar en estas líneas, al lado del nombre de los ministros, los de los funcionarios que sin duda estaban en realidad detrás de las decisiones de sus superiores. Si alguno de los lectores quiere completar esta información, permitiría que les expresáramos también nuestra gratitud.
Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social